Ataques de pánico: la primera vez
- por Valentina Carbajal
- 22/03/2019

Cumplía 19 años. Era una época extraña, me había ido de casa y ahora estaba viviendo en lo de mi padre con quien apenas tenía relación. Necesitaba que fuera especial. Necesitaba que algo fuera especial.
Mis cumpleaños siempre fueron motivo de estrés para mí. Creo que puede estar relacionado con que mi madre se ponía muy nerviosa y no le gustaba festejarlos. Mi primer cumpleaños lo pasé con fiebre y llorando, no sé si era una especie de premonición de los años por venir.
Nunca se me dió bien lo de ser anfitriona. No se me da bien. Me pongo incómoda, no se agasajar ni tengo el hábito incorporado de estar pendiente del otro.
Tal vez fueron todos esos años de amigos invisibles y niñeras.
En algo siempre fui muy afortunada y es en tener unos amigos de oro. Ese año me encontraba en una nueva casa, que si bien era donde mi padre había vivido siempre, me resultaba ajena. Un gran amigo se apiadó de mí y ofreció hacer mi festejo en su departamento. Era un piso magnífico con vista al puerto y a pocas calles del baile al que iríamos, así que acepté. También por eso de no tener mucha opción.
Recuerdo que ese día me desperté y estaba sola. Lloraba y miraba por el ventanal sin ganas de salir de la cama. Otra gran amiga pasó por mí y me llevó a comer al Mc Donalds. Supongo que un poco por lástima y un poco por miedo a que de otra forma no iba a comer.
Me encanta la moda, armar outfits que son como una segunda piel. Mi armadura personal frente al mundo. Ese día ni lo intenté. Bajé con un tapado verde hasta el piso, hacía un frío atroz, debajo seguía con el pijama y llevaba pantuflas naranja neón.
En ese momento me pareció chistoso y rebelde. Ahora entiendo que era mi propia forma de demostrar que todo estaba mal, que necesitaba ayuda.
Comimos dentro del coche, en el garage del shopping. Mi amiga me robó algunas sonrisas. Pero cuando uno está realmente mal el distraerse no es suficiente.
No me acuerdo qué hice o qué sucedió entre el almuerzo y la fiesta. Tengo la sensación, o simplemente intuyo, que me probé un montón de ropa. Terminé eligiendo una blusa mostaza gigante, que no marcaba mi figura. Ahora me doy cuenta que en ese momento tenía una bonita silueta pero yo solo me veía, como siempre, gorda.
Lo combiné con una mini muy corta y unos zapatos espléndidos que me hacían sentir como una chica Almodóvar. Eran unas sandalias de terciopelo negro altísimas con una gran moño rojo en la punta. Me los había regalado mi madre en un punto en que nuestra relación era pésima. Y solo escribiendo esto me doy cuenta que eso fue un gran acto de amor, y que en ese momento no supe verlo.
Que a veces, solo a veces, las cosas materiales son mucho más que cosas. Sobretodo cuando las palabras o los gestos no parecen ser una opción.
Dicen que tengas cuidado con lo que deseas porque se puede cumplir. Y es que la sucesión de hechos de esa noche parecía sacada de cualquier peli del director español.
El dueño de casa se sorprendió con la cantidad de alcohol que compré. Llegué tarde, como siempre, a mi propia fiesta. Antes de entrar tuve una pelea con el que era mi novio en las escaleras. Jamás habíamos discutido de esa forma. Hice un berrinche, no me acuerdo por qué. Estaba fuera de mí, le grité. Él me miró con los ojos exorbitados y supe leer en su mirada que me desconocía. Yo me sentí encoger, y de repente era la nena caprichosa de los 15 de nuevo. Me dio mucha vergüenza. Pero no podía controlarlo. Todo tenía que ser perfecto. Era la única opción. Ahora pienso que ese fue mi primer cumpleaños que pasamos juntos y no entiendo cómo no salió corriendo. Ahí conoció a la “Valentina de cumpleaños”. Mis amigos le dijeron “tranqui, siempre se pone así en su cumple”. Como validando mi pésimo comportamiento solo por la fecha, como que ese día tenía pase libre para ser mala gente con los que más quería.
Una montaña rusa de emociones
La fiesta fue un éxito. Las fotos siguen en internet. Se nos ve a todos sonriendo de oreja a oreja. Fue el festejo más multitudinario de “mi vida adulta”. Mezclé gente de ámbitos completamente distintos que no se conocían para nada y, muy sorprendentemente, todos se divirtieron. Hasta el día de hoy la gente me recuerda ese día y lo bien que la pasaron.
Yo me sentía extática. Lo había conseguido, misión cumplida, la perfección. “Y que lindo lugar, y que rico todo, y que linda que estás, y que buena onda tus amigos…”. Y creo que en gran parte estaba feliz porque había terminado. Porque ya no tenía que volver a enfrentar toda esa presión (auto-presión) hasta el año próximo.
Y entonces me relajé, dispuesta a permitirme disfrutar de una vez por todas. Luego de varias horas y un sin fín de fotos – era la época de apogeo de Facebook – emprendimos camino hacia la discoteca.
Para ese entonces solo quedaban mis más preciados amigos, los más cercanos, mis confidentes, mis hermanos. Recuerdo sentirme infinitamente contenta.
Entramos. Si cierro los ojos aún puedo ver las luces rojas intermitentes. Me desplomo en el piso. Estoy muerta de miedo. Me quiero ir. Me tengo que ir. No puedo respirar. Estoy aterrada. Me muero. Si me quedo, me muero.
Se que vomité, y en ese momento lo adjudiqué al alcohol. Luego viviría varias experiencias más con mareos y nauseas aún sin haber tomado.
A partir de allí es todo muy confuso. No sé si logré articular un “sacame de acá” o solo se repetía en mi mente. Mi novio me subió en un taxi. Me veo sentada atrás, llorando contra la ventana, pero lo veo desde afuera así que no sé si me lo inventé.
El viaje hasta su casa eran como 15 minutos. Al llegar sigo llorando desconsoladamente, me cuesta respirar, tengo miedo. Me meto en la ducha, él se queda conmigo en el baño. Me pregunta, intenta entender. No puedo explicarle, no puedo articularlo, no sé.
Solo lloro sentada bajo el grifo y me siento mal, mal, mal. No se cuanto tiempo pasé así. Cuando se va la primera ráfaga de terror viene otra, más racional, más permanente. Es el miedo de no saber, de no entender qué es lo que te pasa, por qué, cómo podés detenerlo. Y sobretodo: qué podés hacer para que no te vuelva a pasar.
No sé cuanto pasé sin salir después de eso. Mi relación con la noche nunca volvió a ser la misma. Y sólo ahora mientras escribo esto logro entender por qué nunca volví a disfrutar de esas veladas de baile interminable, de las luces, de la música.
Ese fue mi primer ataque de pánico.
Siempre fui una excelente alumna. Me iba bien en todas las disciplinas. Me manejaba con soltura tanto en física como en literatura. Entonces cómo puede ser, cómo puede ser que una joven instruida en una edad tan sumamente compleja no haya escuchado nunca de algo así.
Por un lado pienso: lo que daría por llevar el tiempo atrás y aprender sobre los ataques de pánico. Y por otro digo: el tiempo atrás jamás, lo que sea con tal de no volver a sentirme así. Tan despojada, tan desprotegida, tan desinformada.
El conocimiento es poder. Es poder identificar el problema, prevenirlo o tratarlo como corresponde. No puedo decir exactamente cuánto pero me llevo muchísimo tiempo identificar qué es lo que me había pasado esa noche. Mucho tiempo más entender lo que eso significaba, implicaba. Y el saber cómo manejarlo es algo que sigo gestionando hasta el día de hoy, seis años después.
Es muy incómodo escribir todo esto.
Supongo que eso es lo que se siente salir de la zona de confort. Pero lo vale si tan solo hay una persona ahí afuera que puede leerlo y entender “eso es un ataque de pánico”. Y que el día de mañana, ojalá nunca, si se ve en esa situación tenga otras herramientas para cuidarse o para cuidar a alguien más en esa situación. O que si alguien vivió algo parecido y no supo identificarlo, como yo, que esto le sirva de ayuda.
Somos muchos los que pasamos por esto, no estás solo.
En cifras
Más de 250 millones de personas sufren de ansiedad en el mundo, según un estudio realizado por la World Health Organization en 2017. Este mal afecta más a las mujeres y es, de no recibir el tratamiento adecuado, uno de los principales desencadenantes de ataques de pánico.
Sin embargo, aún hoy existe una gran desinformación y estigma en cuanto a este tema.
De haber tenido información sobre los síntomas que presenta la ansiedad, así como reconocemos los de una gripe o llagas, tal vez se podría haber prevenido. O tal vez habría pasado de todas formas. Pero por lo menos poder tener la certeza y la seguridad de saber a qué nos enfrentemos y cómo se trata.
En próximas entregas hablaremos sobre síntomas, detección y tratamiento. Si estás pasando por esta situación o conocés a alguien que lo esté viviendo acudí a un terapeuta.
Un profesional es el mejor capacitado para acompañarte en tu proceso de sanación. Mucha luz y mucha suerte.