Por qué la incertidumbre es tu aliada
- por Shadya Karawi-Name
- 08/08/2019

Está bien no saber. Está bien no tener ni idea para dónde vas o cuál es el siguiente paso a seguir. Sí, la incertidumbre aterra, pero, ¿qué pasaría si la abrazamos con una parte importante de la vida, en donde, en realidad, existen todas las posibilidades?
Vivimos en un mundo en donde necesitamos certezas. En donde tenemos que controlar cada paso, cada situación, cada experiencia. Y, si podemos, a cada persona a nuestro alrededor también. La sociedad exige resultados y la gran mayoría entramos dentro de ese juego en donde perdemos la dicha, la paz y la armonía que trae el momento presente ocupándonos con un futuro que no llega.
Creemos falsamente que hay que saberlo todo. Que tenemos que tener la vida resuelta. Decidir si la persona con la que estamos es con la que queremos pasar el resto de nuestras vidas. Tener claro dónde nos vemos en 5 años o en 10. Determinar si sentamos bases para siempre en el lugar en el que vivimos ahora.
Tengo que admitir que ese, también, era mi modus operandi. Buscaba desesperadamente respuestas a todas las interrogantes que se me podían plantear, para no caer en el vacío, en el silencio, en la nada. Poco sabía que en esa búsqueda incesante me perdía cada vez más y llenaba noches llenas de insomnio sin parar, pensamientos galopantes en busca de opciones y acciones. La incertidumbre me carcomía. Me enloquecía.
Golpes de ansiedad. Angustia repentina. Reflujo. Una hernia de hiato. Amenorrea. Quistes en los ovarios. Nódulos en la tiroides y un bocio tiroideo. Cálculos renales. Migrañas agresivas. Debilidad. Náuseas. Y, así, mi cuerpo se fue llenando de dolencias y malestares. Me gritaba, como podía que parara, que me dejara caer en el no sé. Que no tenía que controlarlo todo, que saberlo todo.
No contemplaba la inacción. Algo siempre tenía que estar pasando en mi vida. Siempre tenía que saber cuál era el siguiente paso a seguir. Tenía una agenda milimétricamente planeada en donde cada acción, reunión o descanso estaban marcados. Eso me daba una falsa sensación de control.
Y, entonces, empezó al pánico a los aviones. A que se cayera de golpe y me dejara suspendida en la nada. La anticipación al sufrimiento. El temer que algo le pasara a mis seres queridos. El no disfrutar porque el futuro era tan incierto que algo horrible, muy horrible podía pasar de repente.
Y ahí, en ese abismo de sombras en donde o reaccionaba o me perdía, vi la luz. Comprendí, digo yo para mi fortuna, que en esos momentos de incertidumbre existían tesoros infinitos. Que en la entrega había paz. Que en el no saber podía finalmente descansar y permitirme simplemente vivir.
Pude ver con claridad que anticiparme a la vida no servía de nada. Que, por el contrario, me iba quitando las fuerzas. Y empecé a amigarme con la incertidumbre. A acurrucarme con ella en el sofá. A dejarle que me presentara a mis miedos, para irlos reconociendo y nombrando de a poquitos.
Y me empecé a sentir a salvo, protegida e, irónicamente, segura. Y ahí llegó la certeza verdadera que trae comprender que hay un orden más grande que mueve la vida. Que no hay necesidad de pedirle al corazón que lata, ni a la mente que piense, ni a los ojos que vean. Las raíces de los árboles no le gritan a las hojas que crezcan más de prisa, ni se preguntan si en realidad darán frutos. El mar no le anda pidiendo al agua que se calme, la deja ser intempestivamente ella. Con sus mareas y su calma.
Al observar la naturaleza recordé que lo único real es este momento presente. Que yo soy parte de la vida misma y que podía cambiar mis escenas de terror por escenas de optimismo y de confianza. Una amiga querida me dijo una vez que en la música, el silencio es tan importante como la melodía y esas palabras retumban en mi alma para siempre. Ese silencio que todo lo abarca es la cuna fértil de oportunidades. Es la gran promesa de la vida. Es permitir que los ciclos inicien y acaben cuando lo tengan que hacer.
Es recordar que después del punto más oscuro de la noche, siempre sale el sol. Que después de la tormenta, llega la calma. Y, aquí sumamos todas esas frases de sabiduría popular que nos recuerdan que nada es para siempre. Ni lo bueno, ni lo que concebimos como malo y que, como seres humanos, vinimos aquí a vivirlo todo, a disfrutarlo todo, a abrazarlo todo.
La incertidumbre es una gran maestra. Nos recuerda que, realmente, no controlamos nada. Que no tenemos que hacerlo. Que cuando, además, nos permitimos decir abiertamente y con orgullo: “no sé”, otros se inspiran a hacer lo mismo. Y, entonces, vamos creciendo todos juntos. Y nos vamos permitiendo ser más compasivos, más empáticos, más sinceros.
Cuando nos detenemos y regresamos al presente, hay una vocecita interna que nos arrulla, que nos consuela, que nos recuerda que no estamos solos. A mí, mirar a la incertidumbre a los ojos, me ha transformado por completo. Me ha permitido recordar la mágica fragilidad de la experiencia humana y, al mismo tiempo, me ha llevado a disfrutar la vida más plenamente.
Voy caminando un paso a la vez. Y, con frecuencia, me detengo y me siento todo el tiempo que lo necesite. Y me abro a aprender, a descubrir, a conocer. Y, con humildad, admito que es muy poquito lo que se. Que yo no vine a enseñar nada, a probar nada, a demostrar nada. Yo estoy aquí para compartir, para inspirar, para amar. Y para eso no necesito más que estar viva y abrazar lo que la vida me trae en cada instante.
Por eso, te invito, con amor, a que sin importar lo que estés viviendo ahora mismo, te permitas disfrutar de este entretiempo. Del no saber, del no tenerlo todo claro. Abrázate con tu confusión. Permite que las dudas se asienten. Y descansa. Sí, descansa, en la certeza que trae esta verdad absoluta: en la incertidumbre yacen absolutamente todas las posibilidades.
